Carlos Páez Vilaró
Su continua búsqueda del arte lo llevó a explorar distintas disciplinas,
dejando testimonios de su creatividad y entusiasmo.
Carlos Páez Vilaró nació en Montevideo, Uruguay, el 1º de noviembre de 1923, hijo de Doña Rosa Vilaró Braga y del Dr. Miguel Ángel Páez Formoso. Fue el menor de tres hermanos, siguiendo a Miguel y a Jorge. Al ser autodidacta, investigó a profundidad las culturas más diversas para hallar la raíz de su inspiración.
Fue así como pintando y escribiendo, recorrió el mundo montando sus talleres en los sitios más diversos. Hacedor incansable, viajero y expedicionario, fue un apasionado de la pintura mural, dejando el testimonio de su arte en los cinco continentes.
El grupo ocho
ocho artistas se unieron para exhibir sus obras en conjunto, más allá de las fronteras de su país. Dieron comienzo a una vanguardia pictórica con visión universal, que más tarde se vio reflejada en nuevos grupos que movilizaron el arte del Uruguay.
Al formar el Grupo Ocho, Carlos Páez Vilaró se une a artistas académicos que profundizaban en el estudio y el debate.
La mayoría de los integrantes había estudiado el contacto permanente con las actividades desarrolladas por sus padres entre libros, arte, arquitectura, decoración o las creaciones más diversas, se integraron naturalmente al proceso de su niñez.
Marcado por una fuerte vocación artística partió en su juventud a Buenos Aires, donde se vinculó al medio de las artes gráficas y conoció a los más destacados dibujantes de la época. Atrapado por la magia de la noche porteña, Buenos Aires provocó sus primeros balbuceos en el arte. Tomó como fuentes de inspiración el tango, los bares y cabarets, donde solía dibujar a la noche en sus mesas. Estos temas marcaron a fuego la iniciación de su carrera de artista y nunca dejaron de aparecer en los distintos períodos de su prolífica obra.
A fines de la década del 40, regresó a Montevideo y al descubrir el folklore uruguayo, se vio motivado por el tema del candombe. Se vinculó estrechamente a la vida del conventillo “Mediomundo”, una casona habitada por un sinnúmero de familias afro-descendientes, donde instaló su atelier de pintura.
Con pasión desenfrenada, se entregó totalmente al tema, pintando cientos de obras, componiendo candombes para las comparsas, dirigiendo coros, decorando sus tambores o actuando como incentivador de un folklore que en ese momento luchaba por imponerse contra la incomprensión. Agotado el tema, fue inevitable su partida hacia Brasil. Allí iniciaría un largo viaje a través de varios países donde la negritud tenía fuerte presencia como Senegal, Liberia, Congo, Camerún y Nigeria. En ellos realizó numerosas pinturas y murales en adhesión a la lucha que los africanos comenzaban hacia la liberación de su continente.
A partir de ese contacto, su pintura se enriqueció con la influencia marcante del arte africano. La máscara, el fetiche, el escudo, el remo o el grafismo pasaron a inyectarse en su mensaje. En ese periplo pintó centenares de obras, realizó múltiples exposiciones y dejó su sello en monumentales murales.
En la década del 50 conoció a Picasso, Dalí, De Chirico y Calder en sus talleres. Ese peregrinaje europeo inicial, el contacto con la pintura, los museos y los artistas, le dieron el impulso que necesitaba para un regreso a su país con entusiasmo. Entre ellos, Pablo Picasso lo deslumbró al invitarlo a pasar revista de su obra, en su residencia-taller de “Villa California” en los Alpes Marítimos. El tiempo y la atención que le brindó, iban a quedar grabados para siempre en su memoria, como uno de los episodios más remarcables y emocionantes de su vida, provocando además su incursión en el mundo de la cerámica.
Ese mismo año, Jean Cassou, Director del Museo de Arte Moderno de París, lo animó a presentar su obra en la Maison de l’Amérique Latine. Su repercusión hizo que pasara luego a ser exhibida en Inglaterra y en los Estados Unidos. Fiel a su espíritu de investigador, recorrió numerosas islas de los Mares del Sur pintando, escribiendo y filmando. Así logró – integrando la Expedición Francesa “Dahlia”- realizar en África el film “Batouk”, distinguido para clausurar el Festival de Cannes en l967.
A su regreso a Uruguay en 1969, continuó las obras de Casapueblo, modelada con sus propias manos y con la ayuda de los pescadores. Ubicada sobre los acantilados rocosos de Punta Ballena, su casa se transformó en un símbolo del lugar. El artista definió a Casapueblo como su barco quieto, trampolín para partir y al que siempre regresó. Su baúl para almacenar recuerdos, su escultura habitable. El 13 de octubre de 1972 se vio vinculado a una historia muy alejada del arte. El avión en el que viajaba su hijo Carlos Miguel desapareció en la Cordillera de los Andes. Luego de setenta días de dolorosos rastreos tuvo la alegría de recuperarlo vivo en vísperas de la Navidad.
En retribución a la solidaridad recibida por el pueblo chileno, pintó un mural en el hospital de Santiago, sumando así una obra más a su campaña del color para el dolor, que lo llevó a lo largo de su vida a poner alegría en los hospitales a través de sus pinturas.
Años más tarde se radicó en Nueva York, instalando su atelier en un pent-house de la Quinta Avenida. Inspirado por la vida y el color de los supermercados, realizó en Manhattan, una serie de obras y collages en los que utilizó cajas y todo tipo de materiales encontrados en la vía pública. Su entusiasmo por el patín sobre ruedas hizo que dedicara la mayor parte de sus cuadros de Nueva York a ese tema.
A partir del año 1970, vivió alternadamente en Estados Unidos, Brasil y Uruguay. En San Pablo fundó el Taller de Artesanos, trabajó en tapicerías y diseñó el Club de Polo Helvetia. El ritmo de vida paulista y la cordialidad con la que fue recibido, hicieron que creara fuertes lazos de amistad y se sintiera estimulado a realizar fabulosas series de pinturas, que quedaron en colecciones particulares.
Luego instaló su taller en Buenos Aires, donde vivió catorce años. Durante este lapso canalizó su inagotable capacidad creativa en esculturas, ediciones literarias, y múltiples series de pinturas, en las que expresó su búsqueda constante a través de las formas y el color. Fue así que en una antigua casa de madera en la región de Tigre, su atelier argentino se fue convirtiendo en una prolongación de su estudio en Uruguay.
Con una actividad enmarcada por el verde de palmeras centenarias, araucarias, gomeros y magnolias, consagró todas sus horas a la creación. Sin ser arquitecto, en ese período construyó su casa y al mismo tiempo una capilla multicultos en la timonera de un cementerio, tomando el trabajo con concepto de escultura y actuando con total libertad. También se dedicó a la cerámica, la escultura, la música y las letras.
Fue pionero en integrar la pintura tanto a objetos de la vida cotidiana como a aviones, patrulleros, colectivos y barcos. Tal es el caso del velero- escuela “Capitán Miranda”, que lleva el sol de Páez Vilaró en sus velas. “Pintor del medio del río”, como solía autodenominarse, lo confirmó en 1997 al dividir su actividad entre sus dos talleres de Argentina y Uruguay. De esta forma dedicó la nueva etapa a cumplir con múltiples compromisos internacionales, realizando exposiciones retrospectivas en la Biblioteca Nacional de Beijing; en el Opera House de El Cairo y en el Palacio de la Creatividad en Alejandría, invitado por los gobiernos de China y Egipto.
Con su presencia en Punta Ballena, el Museo-Taller de Casapueblo, se vio impulsado por su dinámica, recibiendo delegaciones internacionales, estudiantes y turistas de todas partes del mundo.
Páez Vilaró fue autodidacta, su pintura se nutrió de aventuras y desafíos. Tomando del paisaje y de las diferentes culturas todo aquello que lo impactó, lo plasmó a su manera en miles de trabajos enriqueciendo su obra y manteniendo activo su coraje para seguir batallando en la búsqueda del arte.
Una de sus preocupaciones fue poner su pintura al alcance del pueblo, realizando murales en aeropuertos, hoteles, edificios públicos y hospitales. Como el mural que realizó en Washington D.C. en el año 1960, en el túnel de la Organización de Estados Americanos. La obra de 160 metros de extensión fue considerada en su momento como la más larga del mundo. (Fue concedida la ejecución luego de que en Montevideo fuera demolido un gigantesco mural realizado en la Estación Interdepartamental de Ómnibus). Ayudado por estudiantes de la Corcoran Art y de la Facultad de Arte de Maryland trabajó durante un mes en la realización del mural titulado “Raíces de la Paz”. En él plasmó escenas referidas a la integración social, cultural y económica de los países de América, haciendo hincapié en el respeto a la libertad de expresión, de culto y de ideales. Con el obstáculo como mayor estímulo y dueño de una brillante capacidad de producción, conquistó la admiración de la gente y su obra ganó el reconocimiento internacional.
Carlos Páez Vilaró pintó hasta el último día de su vida. Falleció en Casapueblo, el 24 de febrero de 2014. Fue despedido con honores de Estado y el país entero lloró su partida. Dejó en sus obras un legado valioso para toda la humanidad, lleno de energía, color y amor por la vida.